Imagen extraída de
El padre Francisco creía haber visto todo
lo que se puede ver tras presenciar, en su tierna juventud, por dos veces, en
el horizonte, la horrible forma de la seta nuclear. La primera vez, en su
misión cercana a Hirosima, desconocía la naturaleza de aquel fenómeno. El
horrendo aspecto de las heridas causadas por la radiación en la población civil
era algo difícil de asimilar. Vivir aquella supurante herida en el territorio y
el pueblo de Japón fue algo que lo marcó como muy pocas cosas en este mundo
pueden hacer.
La misión del padre Francisco fue
evacuada, junto a cientos de damnificados, a la ciudad de Nagasaky. Pero, pocas
horas después de llegar, el horror, en forma de hongo, se grabó de nuevo en sus
pupilas. Japón no había tenido tiempo ni de plantearse la rendición cuando, su
población civil, fue nuevamente sometida al genocidio indiscriminado de las
armas de extinción masiva. Los días que siguieron a esos sucesos quedaron
marcados, con el fuego de la fisión nuclear, en su cerebro.
Hoy, el padre Francisco debería cumplir
noventa años y hace seis que Juan Pablo II le ordenó que se retirara, pero él
sentía que el mundo le necesitaba. Él era consciente de que sus posturas eran
muy incomodas… diríase más, comprometidas para Roma. Pero era un luchador y
siempre decía que si Dios le había permitido vivir el horror de Japón, era para
que supiera que debía proteger a los inocentes más allá de que, lo que había
crecido sobre la piedra, le ordenara. Llegó a perder el apoyo del Vaticano,
pero siempre supo hallar la forma de financiar su obra. Sabía que nadie de la
curia romana, cuando el muriera, lucharía por su santificación, pero era
humilde y fiel a sus ideales. El siempre decía:
“Poco importa lo que digan los hombres
porque de sus hechos y palabras aflora el mal a cada momento, lo que importa es
lo que piense Dios. Él no nos muestra sus deseos, nos da el libre albedrío,
pero conoce como nadie nuestro corazón. Sólo al final sabré si he cumplido sus
deseos, pero, mientras tanto, haré lo que crea mejor sin dejarme influenciar
por nadie y rezaré para no equivocarme”.
El padre Francisco terminaba por ser
respetado, en ocasiones incluso querido, allá donde fuera. En Vietnam salvó un
poblado primero del vietcom y luego de los americanos. Muchos pensaron que
aquel cura había pactado con el diablo. Finalmente tuvo que abandonar el
sudeste asiático gravemente herido, al intentar proteger un convoy de
refugiados cuando Estados Unidos ya iniciaba la retirada. No fue la única vez
que fue herido, también recibió una bala en el estómago cuando un francotirador
le acertó cuando ayudaba a reunir a una
familia separada por la guerra de Chipre.
La iglesia no veía al sacerdote, pero
Kurt Waldheim llegó a nombrarle en una asamblea de las Naciones Unidas, cuando
hablando de la guerra del Líbano, nombró a ese hombre con sotana al que aún
respetan los francotiradores y que pasa del Beirut cristiano al sirio, ayudando
a unos y otros.
El padre Francisco dejó trozos de sí por
todo el mundo: Asia, África, América… Incluso, en una ocasión, llegó hasta la
Tierra de Fuego para mediar entre chilenos y argentinos al borde de una guerra.
Nadie conoce el apellido del padre
Francisco, muchos no recuerdan las facciones de su cara maltratadas por el paso
de los años, pero son muchos, millones diría, que recuerdan sus hechos. Un
hombre que ha vivido la vida, con tristezas y alegrías, con lágrimas y
sonrisas, con todo y con nada, pero siempre luchando por la vida.
Igsahi podía haber sido un niño como los
demás si hubiera nacido en el sitio adecuado, pero nació en el momento y lugar
equivocados. Mañana será un niño soldado, hoy, con nueve años, le han dado un
fusil y le han dicho que mate a alguien respetado, que solo así ganará el
respeto de ser hombre y de ser soldado. Igsahi ha disparado al padre Francisco a
bocajarro en el vientre.
El padre Francisco creía que ya lo había
visto todo y ahora se debate entre la vida y la muerte en una tienda de campaña
que la misión tiene como quirófano en las selvas del Zaire. Los médicos llevan
dos horas con él, pero es demasiado mayor para soportarlo. Yo he visto como en
los últimos años ha ido perdiendo sus energías, pero nunca ha perdido ni sus
esperanzas ni su amor. Fue un duro golpe
para él cuando, casi en su lecho de muerte, el papa Juan Pablo II lo excomulgó por ayudar a abortar a una niña
que de otro modo hubiera muerto.
Igsahi llora en mi hombro, no quiere que
el padre Francisco muera, ya no quiere ser soldado. En su cara lleva la sangre
del padre y en su cabecita el recuerdo de cómo con una caricia este le perdonó.
Yo aguanto las lágrimas, tampoco quiero que muera, pero eso es cosa de Dios,
tanto como el hecho de que yo le quiera con casi treinta años menos que él.
Se abre la puerta de la tienda quirófano
y el médico me ilumina con su sonrisa. Hoy el padre Francisco cumple noventa
años.
Este relato fue escrito en 1997, pero fue en 2006 cuando, para su publicación en "TusRelatos.com" fue adaptado a la forma actual, por eso, tal vez, las fechas bailen un poco. Por eso se recomienda pensar que se está leyendo en una fecha a finales del siglo XX o inicios del XXI.
El relato es una mezcla de dos historias verdaderas, tal vez reconocibles, y un poquito de la fantasía del autor.
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