sábado, 21 de febrero de 2015

La renuncia

Imagen de un Caballero Hospitalario tomada de la web www.los-templarios.com.ar


Vine a Tierra Santa siguiendo a mi rey. Nuestro deber era proteger el viaje de los peregrinos hasta Jerusalén. Nobles ideales fueron el motor de aquella campaña. Tan sólo pequeñas escaramuzas vi y, ni por un solo instante, tuve dudas sobre el valor de las Cruzadas. Todo empezó a cambiar cuando mi amo y señor tuvo que volver por causas relacionadas con su regencia. Yo decidí seguir con aquella noble labor y me hice servidor de la orden hospitalaria, quedando varado en la ciudad de Accra. Ignoraba que la verdad estaba a punto de abrirse como un melón ante mis ojos.
Mogdelor era el jefe de mi unidad. Un teutón malcarado y mal hablado que pasaba la mitad del tiempo en su celda haciendo penitencia. Una mañana se asumió la misión de tomar el oasis de Al-Zinnara. Cuando lo alcanzamos con la vista, un pequeño número de beduinos bebían de sus aguas, pero al oler nuestra presencia se internaron en el desierto con sus camellos de una sola joroba. La misión era proteger el agua para que una caravana de creyentes pudiera hacer noche en el lugar sin peligro, pero Mogdelor se empeñó en seguir a aquellos pobres desgraciados.
Nunca antes había dudado de las aptitudes de nuestro líder, pero él afirmaba que aquellas alimañas eran algo más de lo que parecían y no se equivocó. Cuando los alcanzamos estaban en un poblado de ladrones del desierto. Arrasamos su guarida con gran rapidez y ferocidad y no dejamos hombre, mujer o niño con vida. Quemamos su campamento y nos llevamos todas sus pertenencias cargadas en sus propios camellos. Fue un acto repugnante… ¿Dónde estaba Dios en aquel momento? Pero, sobre todo, ¿dónde estaba Dios cuando regresamos a Al-Zinnara y encontramos a todos los peregrinos muertos?
Al parecer, mientras nosotros repartíamos nuestra justicia divina, una avanzadilla de Suleiman se había aventurado en la ruta de Tierra Santa y, al encontrar la caravana de peregrinos, hizo un magno escarmiento.
Mucho ha llovido desde aquel día, incluso aquí, a orillas del desierto, pero os puedo asegurar que, aun estando tan cerca de la patria de Jesús, no he visto a Dios por ningún sitio. El Abad cree que debería volver a mi país, que he perdido mi fe, pero sé que no es ese el problema. Lo que sucede es que he visto y derramado demasiada sangre y conozco su secreto. Las Cruzadas son un enorme campo de batalla en el nombre de Dios y de Alá, pero en cada enfrentamiento, buenos y malos hombres, sufren y mueren bajo el filo de la espada y Dios, en lugar de venir a parar esto, se mantiene al margen y demasiado lejos para escuchar a sus hijos.

Ayer di con la cueva de un anacoreta que no quería hablarme. Tiempo atrás fue un caballero del rey inglés. Escupió sobre mi hospitalaria vestimenta culpándome de los desastres de la Tierra. Luego me contó sus heroicas desdichas y comprendí que Dios nos ha abandonado porque su hijo se hizo víctima para salvarnos y nosotros seguimos matándolo una y otra vez con nuestras manos manchadas de sangre. Pronto vi que era un hombre sabio y por eso le pedí que fuera mi maestro y, no sin resistencia, accedió. Hoy hablaré con el abad y dejaré de ser un hermano hospitalario para aprender de un hombre de paz, tal vez así logre recobrar todo lo que perdí.

viernes, 20 de febrero de 2015

Despedida

Imagen tomada de fotosparatwitter.com


Cuando escribí este relato no sabía muy bien cómo titularlo, ahora he optado por un simple "Despedida".
Espero que sea de vuestro agrado.


Cuando desperté esperaba estar molido por los golpes, pero no era así, me encontraba genial, sólo que no sabía dónde me encontraba.
Recordaba el accidente, uno más en mi carrera, pero no sentía dolor alguno… de hecho no sentía nada. Esperaba que algún médico apareciera en mi campo de visión, pero la realidad es que no me hallaba tumbado en ninguna cama, tampoco estaba de pie. Bueno, era difícil saberlo realmente con toda aquella luz penetrando en mis ojos y mi sentido del equilibrio totalmente desaparecido.
Tan repentinamente como desperté, mi vista se aclaró.
 ¡Me hallaba sentado en uno de los bancos al final de una iglesia! Eso sí que era extraño porque soy ateo.
En los bancos de delante había varias personas escuchando a un sacerdote, pero, por el momento, no podía entender lo que decían, así que me levanté y me acerqué a ellos.
¡Cielo santo! Una mujer anciana se levantó trabajosamente y, cuando quise ayudarla, mis manos la atravesaron. Ella no pudo verme ni tampoco mi cara de pasmo. Entonces, en medio de mi pasividad, ella se levantó y pasó a través de mí. La impresión me paralizó, pero ello no me impidió captar aquel aroma familiar… aquel perfume… Corrí para ver la cara de la anciana y… era mi madre, pero estaba muy envejecida. Entonces miré a todos los asistentes… eran mi familia y mis amigos. Mis hijos estaban muy crecidos, cuatro o cinco años mayores. Todos tenían las marcas que el tiempo les había querido otorgar y ninguno me veía. Entonces caí en la cuenta del ataúd que había frente al altar.
En aquel momento apareció la Ramona, la mujer de Javier, mi hermano mayor, que se llevó a los niños fuera de la iglesia. Tan pronto salieron, Javier y Ricardo, mi otro hermano, abrieron la tapa del ataúd. En el interior supuestamente estaba yo, pero no conseguí reconocerme. La cara, pálida y delgada, estaba bastante desfigurada por unas cicatrices que ya tenían mucho tiempo…  pero sí, parecía yo. Me acerqué más para cerciorarme y al intentar separarme ya no pude. Me había quedado ligado a aquel cadáver. Con el miedo que me daban los muertos y estaba atado a uno. Era terrorífico aunque fuera mi propio cadáver.
Cuando el pánico era más terrible cerraron la tapa dejándome dentro. Afortunadamente, la física de los muertos no es la misma que la de los vivos porque, aún con la tapa cerrada, podía ver todo lo que sucedía a mí alrededor. Contarlo todo sería muy aburrido, así que…
Después de viajar en coche fúnebre un rato, llegamos al cementerio. Allí solo quedaban mi esposa, mi madre y mi hermano Javier.
Siempre pensé que me incinerarían, creo que lo dejé dicho en mi testamento, pero el personal del cementerio estaba habilitando un nicho. Susana no podía hacerme eso, ella sabía el miedo que me daban los muertos y allí estaba rodeado de ellos.
Los enterradores sacaron unos huesos del nicho que ocuparía, seguramente eran  los últimos despojos que quedaban de mi padre. El empleado municipal, abrió mi ataúd, me los tiró encima y cerró de nuevo ¡Qué asco! En vida me había llevado muy bien con él, tenerlo por eterna compañía no me molestaba, pero pudrirnos juntos no era mi idea de amor entre padre e hijo.
Pronto estaba encajado, junto al ataúd y los cachitos sobrantes de papá, en aquel húmedo y oscuro nicho. No creo que fuera mi nariz, pero aun así percibía, con todos sus matices, el olor del cemento con el que sellaban mi último reducto. Pronto me sentí solo… muy solo.
La noche llegó al cementerio y podía ver y oír lo que ocurría fuera a pesar de mi encierro: unos gatos que roían unas astillas de los huesos de papá que habían quedado en el suelo, los gritos de un borracho más allá de las puertas del cementerio… pero no había más muertos o, tal vez, no se dejaban ver porque tenían tanto miedo como yo.
Y la noche pasó. El día llegó soleado y pronto los empleados municipales estaban allí con sus tareas de cada día. También llegaron los primeros visitantes, casi todos con flores.
Aún era temprano cuando me despertó… sí, debí quedarme traspuesto. Me despertó una letanía de rezos con la voz de mi madre. Había venido acompañada de mi hermana Elvirita, huelga decir que es la pequeña ¿verdad? En un momento determinado, madre cogió los dos jarrones del nicho y se los entregó a mi hermana para que fuera a llenarlos. Fue entonces cuando mi madre me habló.
--¡Hijo mío! Por fin se acabó tu sufrimiento.
No sé a qué sufrimiento se refería, siempre disfruté a tope de mi vida.
--…Si no hubiera sido por mí aún te habrían quemado. Ya no hubiera habido nada a lo que rezar.
¿Rezar? Con las discusiones que habíamos tenido ella y yo por aquel tema y después de muerto aún tenía que tragar con sus creencias.
--…Aquí no estarás tan solo. Tu padre te hará compañía…
Madre, es genial. Me vas a hacer llorar. Pero si puedes traerme unas “titis” en bikini aún estaría más acompañado… incluso creo que papá se olvidaría de su Alzheimer. Porque desde que he llegado no se ha dignado ni a saludarme.
Aún dijo unas cuantas cosas más, pero carecían de interés incluso para mí. Salvo lo de mi estado de coma que duró seis años.
Cuando llegó mi hermana puso flores en los jarrones y los encajó en los asideros del nicho. Antes de que me diera cuenta madre salía por la puerta del cementerio cogida al brazo de mi hermana.
Apenas había pasado veinte minutos cuando llegaron Susana y Javier acompañados de un equipo de empleados municipales y empezaron a abrir el nicho. Cuando el ataúd estaba fuera mi mujer me habló.
--¿Creías que te podía abandonar aquí? ¡Vámonos!
Y nos fuimos al crematorio donde ardí como en el infierno y mi cuerpo se hizo cenizas, pero no dolió. Sin embargo, yo seguí ligado a aquella mezcla gris claro formada por mi cuerpo, el ataúd y algún resto de papá.

Me introdujeron en una urna que se llevó, cogiéndola con mimo, Susana. Días después, en una bonita ceremonia en alta mar, Susana, mis hijos y Javier, esparcieron mis cenizas… entre todos los presentes, porque al lanzarlas al viento, este roló y me introduje, en forma de polvo, por los poros de todos mis seres queridos. Susana rio y la risa se contagió a todos. Hasta yo reí. Entonces, sin abandonar el buen humor, uno a uno, todos se lanzaron al agua vestidos y jugaron en ella liberándome de aquellas cenizas a la par que ellos mismos. Me fui con una sonrisa de alegría, pero antes de irme les di un beso a cada uno… y Susana pareció darse cuenta porque me dijo, casi en silencio:
--¡Adiós!