martes, 15 de octubre de 2013

El mensaje oculto de Asimov



Isaac Asimov inventó las tres leyes de la robótica que luego han servido a  otros escritores de Ciencia Ficción, pero que muchos científicos, además, han coincidido en decir que, el día que seamos capaces de crear robots tan avanzados como los que el maestro usaba en sus obras, sin duda tendríamos que pensar en introducir esas tres leyes u otras similares.
Pero Asimov, en sus últimas obras, fue mucho más allá, cuando sus dos robots protagonistas, Giskart y R Daneel Olivaw, inventaron la ley cero de la robótica. Una ley que antepone la humanidad en general, como un único ente, a la integridad de una sola persona o grupo de ellas. La ley cero implicaba un nivel de conciencia superior y un acercamiento al comportamiento de los dioses.
Giskart, con el tiempo, ha adquirido aptitudes telepáticas e incluso es capaz de sentir las emociones, lo que le da ese nivel de conciencia superior. En base a esto, un buen día comprende que el ser humano no puede quedarse a vivir siempre en el planeta Tierra  debe conquistar el Universo para crecer. Así que, en base a esa ley cero, crea un proceso que aumenta progresivamente la radiactividad del planeta, obligando a los seres humanos a ir abandonando, poco a poco su planeta originario.
Giskart, con la inestimable ayuda de su amigo R Daneel Olivaw, cumplen con la ley cero, sin embargo, el nivel superior de Giskart le ayuda a entender su violación de la primera ley, aquella que le impide dañar a los humanos. Giskart ha podido captar el sufrimiento por tener que abandonar el Planeta Azul de muchos individuos. Esa conciencia de haber violado la primera ley le inutiliza y le mata en una agonía con la que transfiere a R Daneel Olivaw todos sus conocimientos.
Es así como Asimov, en “Fundación y Tierra”, termina de unir sus dos grandes sagas, la de la Fundación y la de los Robots. Pero hay un mensaje nada oculto de quien ningún futuro posible dejó sin imaginar.
Imaginemos el juramento hipocrático que supuestamente hacen todos los médicos. Y digo supuestamente porque en la actualidad son muchos los que han supeditado su juramento y su carrera a las necesidades económicas de aseguradoras médicas, mutuas patronales y demás monstruos comedores de seres humanos.
Pues bien, que pasaría si un grupo de médicos comprendiera que en sus manos está el llevar ese juramento hipocrático un grado más allá y decidieran curar la enfermedad y el sufrimiento de la humanidad antes que el de solo individuos. Bien pudiera ser que esos médicos prescribieran venenos de muerte placentera a toda clase de psicópatas políticos y financieros de los que ahora controlan el mundo fabricando guerras, robando hogares y llevando a la sociedad al canibalismo y la aniquilación de los menos afortunados.
Puede que tras los dos robots de sabiduría infinita que nos legó Asimov, también exista una guía que nos lleve a considerar leyes superiores a las que ahora nos controlan y que recen, como la ley cero, que la humanidad se ha de preservar por encima de algunos individuos.


Imagen extraída de http://horafalsa.blogspot.com

sábado, 5 de octubre de 2013

Rezo sin dios en una cuneta.


Fotografía tomada del blog http://sonandolarevolucion.wordpress.com y que sirve para recuperar un relato esencial y con fundamento en base a las noticias que corren de nuevo.



Rezo sin Dios en una cuneta.

Ramiro trabajaba reparando carreteras para la Generalitat de Catalunya en tiempos de la Segunda República. Periódicamente, y desde mucho tiempo antes de la misma República, en las cunetas aparecían cadáveres acribillados a balazos por los pistoleros, primero de los patronos y, luego, de los falangistas. También, de tanto en tanto, aparecía degollado uno de aquellos pistoleros. Poco importaban las creencias de aquellas personas en vida, una vez traspasado el umbral del ser o no ser, todos resultaban iguales, sólo cambiaba el modo de morir y el cadáver que dejaban. Pero Ramiro, para su desgracia, había aprendido a diferenciarlos por otros detalles como la ropa. Mientras los que morían a balazos solían llevar ropas de humilde trabajador y las manos llenas de callos, los que morían degollados acostumbraban a llevar trajes hechos a medida y sus manos delataban que su único oficio era apretar el gatillo; eran sicarios, asesinos a sueldo que, dada la gran diferencia de tanteos, se les debía reconocer una gran eficacia.
Ramiro era un hombre pacífico y sensible al que la aparición de tanta víctima le había convertido en un manojo de nervios alterando toda su fisiología. Por eso, desde la victoria de las derechas en 1933, en el llamado bienio negro, sus achaques se habían multiplicado con el aumento de cadáveres en las cunetas. Pero fue a partir de la victoria del Frente Popular cuando realmente se sintió morir. Los ajustes de cuentas, por parte de los falangistas, se habían vuelto multitudinarios y casi diarios. Siempre, eso sí, bajo el telón de la noche, pero poco importaba pues siempre agriaban su desayuno cuando, al alba, él empezaba a trabajar y los encontraba. Sus manos ya no paraban de temblar en todo el día, parecían dos flanes en un tren. Tampoco lograba conciliar el sueño por las noches, ni comer poco más de unos bocados. En pocos meses pasó de su aspecto robusto al de un sombrío esqueleto andante que se asomaba más a la tumba que a la vida.
Un buen día, a principios de julio, llamaron a la puerta, dos hombres trajeados le reclamaban. Tan pronto se asomó al umbral lo agarraron y lo arrastraron al interior de un coche. Era pleno día y todo el vecindario fue testigo, pero aunque hubiese sido de madrugada lo habrían visto ya que, los coches y su sonido, no eran una cosa habitual en el barrio por aquel entonces. De cualquier forma, tampoco hubieran podido hacer nada por él. Dentro del vehículo, donde lo esperaban el conductor y otro hombre trajeado, lo terminaron de ablandar con algunos golpes. Aparcaron detrás de la iglesia y lo metieron en la casa parroquial.
--¿Es este, padre?
--Nunca vino a misa y su mujer reconoció que es un descreído de la fe verdadera.
Varios golpes, unas cuerdas, una mordaza y un estado de inconsciencia después, lo llevaron a despertarse en el cajón de un camión en marcha y acompañado por otros cinco desgraciados en sus mismas circunstancias. Por detrás, entre las lonas del camión, se vislumbraba un coche sin luces circulando, con ellos, por una carretera solitaria. No tardaron en parar y hacerles bajar. Ahora el coche si encendió las luces para iluminar a las seis futuras víctimas de aquella fatídica cuneta.
Ramiro no creía en Dios, nunca le había dado muestras de su existencia y, en aquel momento, menos que ningún otro. Sin embargo, sus captores y futuros verdugos les “invitaron” a que rezaran su última oración y Ramiro rezó con la fe que nunca tuvo.

Dios que no existes, que no estás en ninguna parte y por tanto no eres culpable de la maldad humana, yo te perdono.
Huérfanos de concepción y hasta de conceptos están los que se llaman tus hijos; tanto que sólo han aprendido a odiar y a despreciar a los que no piensan como ellos. Ellos me van a matar porque no les gusta mi verdad y el hombre que se llama santo y responde de ti en la Tierra, ha puesto en mí su dedo acusador y, cual Judas traidor, me ha encaminado a esta muerte injusta.
A ti, Dios inexistente, como buen ateo, te pido me des la libertad y la venganza para salvar a mis hijos y a los hijos de mis hijos.
Sólo una cosa mala he hecho en mi vida y ha sido no dejarme llevar por la ira. Pero si ahora, Dios de la mentira, me perdonas, juro por la vida que estoy a punto de perder, que nunca más perdonaré al creyente cruel.
Amen.

Los pistoleros terminaban de revisar sus armas y se acercaban al primero de la fila cuando, primero ruidos de pasos en la oscuridad y luego gritos, cambiaron todo el panorama. Minutos después, seis pistoleros yacían en la cuneta con una sanguinolenta sonrisa de oreja a oreja por debajo de sus barbillas.
Ramiro se llevó el coche y lo abandonó a la puerta de la casa parroquial en una declaración de guerra… ahora el padre “sabandija” ya estaba sobre aviso.
Poco más de una semana después, se produjo el alzamiento nacional. Tras unas semanas de tanteos entre las sociedades civil y militar, se establecieron las zonas de influencia gubernamentales o rebeldes. Fueron días de gran incertidumbre durante los que allí se detuvieron a cuantos sublevacionistas se pudo y, tras juicios marciales y rápidos, condenados, en su mayoría, a muerte. Pero de los pistoleros nunca más se supo. Unos huyeron, otros, lejos de su “domicilio laboral”, cambiaron de uniforme y se transformaron en sicarios de otros amos. Poco les importaba si ahora mataban para los comunistas, los anarquistas o los “judaístas”, lo importante era seguir matando con total impunidad.
Sobre el mes de noviembre, innumerables cargos de traición seguían siendo presentados en los diferentes tribunales que se habían establecido en la España republicana, pero, a pesar de las acciones descontroladas de algunos corpúsculos de milicianos, todo volvía a estar bajo control. Fueron aquellos los días en que se acusó de traición a innumerable cantidad de párrocos. La mayoría de las veces no era más que revanchismo barato, pero no en el caso del padre “sabandija”. Ramiro consiguió formar parte del grupo de policías populares que debía proceder a su detención. Llevarlo ante los tribunales era un placer que no quería perderse. Sin embargo, las cosas no sucedieron como cabía esperar. Cuando los altaneros policías se acercaron a la iglesia una cortina de balas procedente de la torre del campanario les detuvo. Alguno fue herido, pero una niña de nueve años, que jugaba en los alrededores, murió de un certero tiro en la cabeza. Cuando Ramiro vio caer a la inocente víctima la rabia le invadió como nunca había hecho y gritó con la fuerza furibunda de una estampida de búfalos. En el grito… en la furia… Ramiro salió de su escondite y corrió, fuera de sí, hacia el edificio sagrado. Las puertas interiores estaban cerradas, pero dos disparos rápidos de su revolver las convirtieron en un obstáculo muy breve. Su garganta prosiguió en el esforzado e interminable grito mientras subía las escaleras. Sólo dejó de gritar para sacar las imposibles fuerzas que necesito para reventar la trampilla bloqueada que daba acceso al campanario. Allí, veloz como la más veloz de las venganzas divinas, descerrajo, en la cara del padre “sabandija”, los tres tiros que le quedaban en el tambor.
Hecho esto, Ramiro cayó sentado contra la pared. Estaba agotado, pero su cansancio era más psíquico que físico. Había vencido, pero seguía sin encontrar la paz. Aquella noche lloraría por toda una vida de sufrimientos, los pasados y los futuros. Demasiado tiempo y demasiada violencia.
Cuando sus compañeros llegaron hasta el cuerpo del cura, este aún sufría convulsiones, pero se le podía dar por muerto. La sorpresa llegó cuando registraron la iglesia y apareció un inmenso arsenal con escopetas, pistolas, balas e, incluso, bombas de mano. Nunca se demostró cual era el fin de aquel arsenal ni su origen, pero no era muy difícil imaginarlo.
Ramiro, por su edad, no formó parte de las milicias en el frente, sin embargo, intervino en la exigua protección de los refugiados que atravesaban la frontera hacia Francia. Allí fue herido y pasó al país galo desde donde recibió la noticia del fin de la contienda, lejos de su familia. Tardó mucho en saber de ellos y cuando recibió noticias, en forma de una carta que le hizo llegar la cruz roja al campo de refugiados, supo que no podía volver a España.
Tras la guerra civil llegó la guerra mundial y allí trabajo de informador para la resistencia en la Francia Libre. Su pista se pierde unos años hasta que establece su residencia en Bayonne a finales de los cuarenta. En esas fechas se le detectó formando parte de una célula de maquis, que operaba en Navarra y el País Vasco, porque intentó ponerse en contacto con su familia. Por culpa de aquello casi fue detenido y su mujer (antes católica practicante y creyente y ahora católica por obligación) fue humillada por las brujas de la sección femenina que la abofetearon en público, la afeitaron al cero y le hicieron beber aceite de ricino. Sólo la intervención del nuevo párroco, muy diferente de aquel padre “sabandija”, pudo evitar en las personas de María y sus hijos, cosas peores. El padre Damián era una buena persona que ayudaba con comida a su familia, “ojalá lo hubiera conocido Ramiro” se decía siempre María.
Después de aquello, marido y mujer, comprendieron que, uno para el otro, debían estar muertos ya que su afán por estar juntos sólo podía traerles desgracias.
La mujer lo comprendió cuando le trajeron la vieja cartera de Ramiro con una foto de una bellísima María antes de la guerra. La llevaba encima un maqui muerto, según le dijeron, pero nunca vio aquel cadáver. Otras y desconocidas eran las razones por las que María sabía que su marido seguía vivo, pero aceptó aquel ofrecimiento para legalizar su viudedad intuyendo, sin equivocarse, que aquella era la voluntad de Ramiro. Gracias a su nuevo estado civil pudo mantener alejados de su vida y de la de sus hijos, a muchos buitres indeseables.
A finales de los años cincuenta, el fenómeno maqui estaba casi totalmente erradicado. Ramiro tenía una vida sosegada y disfrutaba de la nacionalidad francesa, estaba nuevamente casado y tenía otro hijo. La nueva vida incluía un buen trabajo, una buena casa y una vida acomodada que en nada se parecía a la de su vieja España. Sin embargo, sus ojos aún se llenaban de lágrimas cuando recordaba. Pero siempre terminaba por decirse que “la vida sigue” y, apretando bien fuerte los dientes, entregaba lo mejor de sí mismo.
Un buen día, cuando creía muy lejano su pasado ligado a las armas, le vino a visitar Aitor, hermano de aquel maqui muerto al que él le dejó su cartera. Recordaron viejos tiempos bebiendo xacolí en el porche, pero cuando Marie, su nueva esposa, atravesó el umbral para hacer la cena, Aitor descubrió sus cartas.
--Ramiro, vengo a recordarte que me debes una.
--Ya sabes que siempre puedes contar conmigo para lo que necesites.
--No se trata de eso.
--¿Entonces?
Aitor se tomó su tiempo mirando el vaso a la par que le daba vueltas entre sus nerviosos dedos. Ramiro se sintió alarmado ante la gravedad de aquella pausa.
--Vamos a volver.
Ramiro no sabía si reírse, pero los ojos de Aitor le decían que no hablaba en broma. Optó por callar y escuchar.
--Sé que piensas que el “maquis” está acabado y tienes razón. Pero ahora no vamos a hacer guerrillas, vamos a atentar en plena ciudad contra cargos franquistas y luego desaparecer como fantasmas. Tenemos los medios y el dinero.
--¿Quieres decir cometer asesinatos?
--¿Crees que cuando eras un guerrillero maqui era diferente?
--¡Claro! Estábamos en guerra…
--La guerra hace tiempo que acabó y la perdimos –cortó Aitor sin compasión--.
--Pero nunca matamos a sangre fría.
--¿No?
--Casi nunca.
--Mi sangre sigue muy caliente. Pero la tuya parece que se ha vuelto de hielo.
--¿Has venido a insultarme en mi casa?
--He venido a recordarte que me debes una.
--Te la debo a ti, no a tus creencias.
--¿No eras ateo? –Se burló--.
--Soy creyente en mi “no Dios” y que un día escuchó mis plegarias. El Dios de los ateos.
--Te espero…
--Pues espérame sentado. A ti y a tu familia os debo una y siempre me tendréis cuando sea necesario. Más allá de una, dos y cienmil. Pero no pisotearé mis principios.
--Tú te lo pierdes… --dijo con ira--.
Y Aitor se marchó a la francesa. Cuando Marie salió preguntó por él a su marido y este le contestó que se lo había llevado el viento.
Aitor formó parte del que fue el embrión de ETA, pero murió, abatido por la policía, mucho antes de que aquello tuviera otro significado. Aquellos primeros terroristas sólo apuntaban sus armas contra probados miembros de la estructura del régimen fascista, nunca cometían el “error” de generar víctimas colaterales, pero para ello se tenían que exponer en exceso y dentro de un estado policial, como el franquista, tenían la guerra perdida. Después vinieron otros a los que nada les importó más allá de su culo y las víctimas inocentes se mezclaron con los objetivos, pero hoy ya nadie se acuerda de la niña que murió en el atentado a Carrero Blanco.
Ramiro tampoco volvió nunca a pisar España. En 1972 se lo llevó un derrame cerebral y sus restos mortales fueron incinerados y llevados, como era su deseo, hasta el Mediterráneo, frente a su añorada ciudad de Barcelona.

¿Por qué sale a la luz ahora esta historia escondida?
Porque el padre “sabandija”, en los últimos días, ha iniciado, junto a otros muchos católicos muertos en la guerra civil, su camino hacia la santidad. La Conferencia Episcopal Española ha decido otorgarle la luz a su memoria por las “grandísimas” obras que llevó a cabo en vida y por su muerte como mártir de la fe.
Creo que me gusta más el “no Dios” de Ramiro, que otorga la vida, antes que ese Dios romano que santifica la muerte.
Ramiro perdió su atea santidad rezando al “no Dios” en una cuneta. El padre “sabandija” la ganó, desde el tejado de su iglesia, matando a una pobre niña.