sábado, 25 de enero de 2014

Padre Francisco

Imagen extraída de www.thedailysheeple.com



El padre Francisco creía haber visto todo lo que se puede ver tras presenciar, en su tierna juventud, por dos veces, en el horizonte, la horrible forma de la seta nuclear. La primera vez, en su misión cercana a Hirosima, desconocía la naturaleza de aquel fenómeno. El horrendo aspecto de las heridas causadas por la radiación en la población civil era algo difícil de asimilar. Vivir aquella supurante herida en el territorio y el pueblo de Japón fue algo que lo marcó como muy pocas cosas en este mundo pueden hacer.
La misión del padre Francisco fue evacuada, junto a cientos de damnificados, a la ciudad de Nagasaky. Pero, pocas horas después de llegar, el horror, en forma de hongo, se grabó de nuevo en sus pupilas. Japón no había tenido tiempo ni de plantearse la rendición cuando, su población civil, fue nuevamente sometida al genocidio indiscriminado de las armas de extinción masiva. Los días que siguieron a esos sucesos quedaron marcados, con el fuego de la fisión nuclear, en su cerebro.
Hoy, el padre Francisco debería cumplir noventa años y hace seis que Juan Pablo II le ordenó que se retirara, pero él sentía que el mundo le necesitaba. Él era consciente de que sus posturas eran muy incomodas… diríase más, comprometidas para Roma. Pero era un luchador y siempre decía que si Dios le había permitido vivir el horror de Japón, era para que supiera que debía proteger a los inocentes más allá de que, lo que había crecido sobre la piedra, le ordenara. Llegó a perder el apoyo del Vaticano, pero siempre supo hallar la forma de financiar su obra. Sabía que nadie de la curia romana, cuando el muriera, lucharía por su santificación, pero era humilde y fiel a sus ideales. El siempre decía:
“Poco importa lo que digan los hombres porque de sus hechos y palabras aflora el mal a cada momento, lo que importa es lo que piense Dios. Él no nos muestra sus deseos, nos da el libre albedrío, pero conoce como nadie nuestro corazón. Sólo al final sabré si he cumplido sus deseos, pero, mientras tanto, haré lo que crea mejor sin dejarme influenciar por nadie y rezaré para no equivocarme”.
El padre Francisco terminaba por ser respetado, en ocasiones incluso querido, allá donde fuera. En Vietnam salvó un poblado primero del vietcom y luego de los americanos. Muchos pensaron que aquel cura había pactado con el diablo. Finalmente tuvo que abandonar el sudeste asiático gravemente herido, al intentar proteger un convoy de refugiados cuando Estados Unidos ya iniciaba la retirada. No fue la única vez que fue herido, también recibió una bala en el estómago cuando un francotirador le acertó cuando ayudaba a reunir  a una familia separada por la guerra de Chipre.
La iglesia no veía al sacerdote, pero Kurt Waldheim llegó a nombrarle en una asamblea de las Naciones Unidas, cuando hablando de la guerra del Líbano, nombró a ese hombre con sotana al que aún respetan los francotiradores y que pasa del Beirut cristiano al sirio, ayudando a unos y otros.
El padre Francisco dejó trozos de sí por todo el mundo: Asia, África, América… Incluso, en una ocasión, llegó hasta la Tierra de Fuego para mediar entre chilenos y argentinos al borde de una guerra.
Nadie conoce el apellido del padre Francisco, muchos no recuerdan las facciones de su cara maltratadas por el paso de los años, pero son muchos, millones diría, que recuerdan sus hechos. Un hombre que ha vivido la vida, con tristezas y alegrías, con lágrimas y sonrisas, con todo y con nada, pero siempre luchando por la vida.
Igsahi podía haber sido un niño como los demás si hubiera nacido en el sitio adecuado, pero nació en el momento y lugar equivocados. Mañana será un niño soldado, hoy, con nueve años, le han dado un fusil y le han dicho que mate a alguien respetado, que solo así ganará el respeto de ser hombre y de ser soldado. Igsahi ha disparado al padre Francisco a bocajarro en el vientre.
El padre Francisco creía que ya lo había visto todo y ahora se debate entre la vida y la muerte en una tienda de campaña que la misión tiene como quirófano en las selvas del Zaire. Los médicos llevan dos horas con él, pero es demasiado mayor para soportarlo. Yo he visto como en los últimos años ha ido perdiendo sus energías, pero nunca ha perdido ni sus esperanzas ni su amor.  Fue un duro golpe para él cuando, casi en su lecho de muerte, el papa Juan Pablo II  lo excomulgó por ayudar a abortar a una niña que de otro modo hubiera muerto.
Igsahi llora en mi hombro, no quiere que el padre Francisco muera, ya no quiere ser soldado. En su cara lleva la sangre del padre y en su cabecita el recuerdo de cómo con una caricia este le perdonó. Yo aguanto las lágrimas, tampoco quiero que muera, pero eso es cosa de Dios, tanto como el hecho de que yo le quiera con casi treinta años menos que él.

Se abre la puerta de la tienda quirófano y el médico me ilumina con su sonrisa. Hoy el padre Francisco cumple noventa años.


Este relato fue escrito en 1997, pero fue en 2006 cuando, para su publicación en "TusRelatos.com" fue adaptado a la forma actual, por eso, tal vez, las fechas bailen un poco. Por eso se recomienda pensar que se está leyendo en una fecha a finales del siglo XX o inicios del XXI.
El relato es una mezcla de dos historias verdaderas, tal vez reconocibles, y un poquito de la fantasía del autor.