Imagen tomada de fotosparatwitter.com
Cuando escribí este relato no sabía muy bien cómo titularlo, ahora he optado por un simple "Despedida".
Espero que sea de vuestro agrado.
Cuando desperté esperaba estar molido por los golpes,
pero no era así, me encontraba genial, sólo que no sabía dónde me encontraba.
Recordaba el accidente, uno más en mi carrera, pero no sentía dolor alguno… de hecho no sentía nada. Esperaba que algún médico apareciera en mi campo de visión, pero la realidad es que no me hallaba tumbado en ninguna cama, tampoco estaba de pie. Bueno, era difícil saberlo realmente con toda aquella luz penetrando en mis ojos y mi sentido del equilibrio totalmente desaparecido.
Recordaba el accidente, uno más en mi carrera, pero no sentía dolor alguno… de hecho no sentía nada. Esperaba que algún médico apareciera en mi campo de visión, pero la realidad es que no me hallaba tumbado en ninguna cama, tampoco estaba de pie. Bueno, era difícil saberlo realmente con toda aquella luz penetrando en mis ojos y mi sentido del equilibrio totalmente desaparecido.
Tan repentinamente como desperté, mi vista se
aclaró.
¡Me hallaba
sentado en uno de los bancos al final de una iglesia! Eso sí que era extraño
porque soy ateo.
En los bancos de delante había varias personas
escuchando a un sacerdote, pero, por el momento, no podía entender lo que
decían, así que me levanté y me acerqué a ellos.
¡Cielo santo! Una mujer anciana se levantó
trabajosamente y, cuando quise ayudarla, mis manos la atravesaron. Ella no pudo
verme ni tampoco mi cara de pasmo. Entonces, en medio de mi pasividad, ella se
levantó y pasó a través de mí. La impresión me paralizó, pero ello no me
impidió captar aquel aroma familiar… aquel perfume… Corrí para ver la cara de
la anciana y… era mi madre, pero estaba muy envejecida. Entonces miré a todos
los asistentes… eran mi familia y mis amigos. Mis hijos estaban muy crecidos,
cuatro o cinco años mayores. Todos tenían las marcas que el tiempo les había
querido otorgar y ninguno me veía. Entonces caí en la cuenta del ataúd que
había frente al altar.
En aquel momento apareció la Ramona, la mujer de
Javier, mi hermano mayor, que se llevó a los niños fuera de la iglesia. Tan
pronto salieron, Javier y Ricardo, mi otro hermano, abrieron la tapa del ataúd.
En el interior supuestamente estaba yo, pero no conseguí reconocerme. La cara, pálida
y delgada, estaba bastante desfigurada por unas cicatrices que ya tenían mucho
tiempo… pero sí, parecía yo. Me acerqué
más para cerciorarme y al intentar separarme ya no pude. Me había quedado
ligado a aquel cadáver. Con el miedo que me daban los muertos y estaba atado a
uno. Era terrorífico aunque fuera mi propio cadáver.
Cuando el pánico era más terrible cerraron la tapa
dejándome dentro. Afortunadamente, la física de los muertos no es la misma que
la de los vivos porque, aún con la tapa cerrada, podía ver todo lo que sucedía
a mí alrededor. Contarlo todo sería muy aburrido, así que…
Después de viajar en coche fúnebre un rato, llegamos
al cementerio. Allí solo quedaban mi esposa, mi madre y mi hermano Javier.
Siempre pensé que me incinerarían, creo que lo dejé dicho en mi testamento, pero el personal del cementerio estaba habilitando un nicho. Susana no podía hacerme eso, ella sabía el miedo que me daban los muertos y allí estaba rodeado de ellos.
Siempre pensé que me incinerarían, creo que lo dejé dicho en mi testamento, pero el personal del cementerio estaba habilitando un nicho. Susana no podía hacerme eso, ella sabía el miedo que me daban los muertos y allí estaba rodeado de ellos.
Los enterradores sacaron unos huesos del nicho que
ocuparía, seguramente eran los últimos
despojos que quedaban de mi padre. El empleado municipal, abrió mi ataúd, me
los tiró encima y cerró de nuevo ¡Qué asco! En vida me había llevado muy bien
con él, tenerlo por eterna compañía no me molestaba, pero pudrirnos juntos no
era mi idea de amor entre padre e hijo.
Pronto estaba encajado, junto al ataúd y los
cachitos sobrantes de papá, en aquel húmedo y oscuro nicho. No creo que fuera
mi nariz, pero aun así percibía, con todos sus matices, el olor del cemento con
el que sellaban mi último reducto. Pronto me sentí solo… muy solo.
La noche llegó al cementerio y podía ver y oír lo que ocurría fuera a pesar de mi encierro: unos gatos que roían unas astillas de los huesos de papá que habían quedado en el suelo, los gritos de un borracho más allá de las puertas del cementerio… pero no había más muertos o, tal vez, no se dejaban ver porque tenían tanto miedo como yo.
La noche llegó al cementerio y podía ver y oír lo que ocurría fuera a pesar de mi encierro: unos gatos que roían unas astillas de los huesos de papá que habían quedado en el suelo, los gritos de un borracho más allá de las puertas del cementerio… pero no había más muertos o, tal vez, no se dejaban ver porque tenían tanto miedo como yo.
Y la noche pasó. El día llegó soleado y pronto los
empleados municipales estaban allí con sus tareas de cada día. También llegaron
los primeros visitantes, casi todos con flores.
Aún era temprano cuando me despertó… sí, debí
quedarme traspuesto. Me despertó una letanía de rezos con la voz de mi madre.
Había venido acompañada de mi hermana Elvirita, huelga decir que es la pequeña
¿verdad? En un momento determinado, madre cogió los dos jarrones del nicho y se
los entregó a mi hermana para que fuera a llenarlos. Fue entonces cuando mi
madre me habló.
--¡Hijo mío! Por fin se acabó tu sufrimiento.
No sé a qué sufrimiento se refería, siempre disfruté
a tope de mi vida.
--…Si no hubiera sido por mí aún te habrían quemado.
Ya no hubiera habido nada a lo que rezar.
¿Rezar? Con las discusiones que habíamos tenido ella
y yo por aquel tema y después de muerto aún tenía que tragar con sus creencias.
--…Aquí no estarás tan solo. Tu padre te hará
compañía…
Madre, es genial. Me vas a hacer llorar. Pero si
puedes traerme unas “titis” en bikini aún estaría más acompañado… incluso creo
que papá se olvidaría de su Alzheimer. Porque desde que he llegado no se ha
dignado ni a saludarme.
Aún dijo unas cuantas cosas más, pero carecían de
interés incluso para mí. Salvo lo de mi estado de coma que duró seis años.
Cuando llegó mi hermana puso flores en los jarrones
y los encajó en los asideros del nicho. Antes de que me diera cuenta madre
salía por la puerta del cementerio cogida al brazo de mi hermana.
Apenas había pasado veinte minutos cuando llegaron
Susana y Javier acompañados de un equipo de empleados municipales y empezaron a
abrir el nicho. Cuando el ataúd estaba fuera mi mujer me habló.
--¿Creías que te podía abandonar aquí? ¡Vámonos!
Y nos fuimos al crematorio donde ardí como en el
infierno y mi cuerpo se hizo cenizas, pero no dolió. Sin embargo, yo seguí
ligado a aquella mezcla gris claro formada por mi cuerpo, el ataúd y algún
resto de papá.
Me introdujeron en una urna que se llevó, cogiéndola
con mimo, Susana. Días después, en una bonita ceremonia en alta mar, Susana,
mis hijos y Javier, esparcieron mis cenizas… entre todos los presentes, porque
al lanzarlas al viento, este roló y me introduje, en forma de polvo, por los
poros de todos mis seres queridos. Susana rio y la risa se contagió a todos. Hasta
yo reí. Entonces, sin abandonar el buen humor, uno a uno, todos se lanzaron al
agua vestidos y jugaron en ella liberándome de aquellas cenizas a la par que
ellos mismos. Me fui con una sonrisa de alegría, pero antes de irme les di un
beso a cada uno… y Susana pareció darse cuenta porque me dijo, casi en
silencio:
--¡Adiós!
--¡Adiós!
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