domingo, 16 de enero de 2011

La mierda (II)


La doctora Conti había perdido bastante popularidad desde la llegada del nuevo jefe, pero mantenía dos buena amigos: Cristina, que era ingeniero y Manuel, que no tenía ninguna carrera universitaria, pero sus conocimientos en todos los campos eran capaces de sorprender a los mismísimos especialistas. Ambos acudieron atropelladamente junto a Eva para comunicarle información trascendente. Y ambos hablaron al unísono.
--Ya han asignado un juez de instrucción al caso de las cacas de perro.
--¿Pero si aún no tenemos ningún sospechoso? –Se sorprendió verdaderamente Eva--.
--La familia del ciego ha denunciado al ayuntamiento –se adelantó Manuel--.
--Al parecer consideran que si la guardia urbana hubiese velado por hacer cumplir la reglamentación municipal, la víctima no lo sería –aclaró Cristina--.
--¿No sería el qué? –Preguntó la doctora algo distraída--.
--¿Qué va ser? –Habló jocosamente la ingeniera--. Víctima, chica, víctima.
--¿Y sabes quién es el juez? –Siguió Manuel con precipitación--.
Conti se quedó parada un momento. Ya lo suponía. Esa era la razón de la precipitación de sus amigos. Lo que estos ignoraban es que no le agradaba ni lo más mínimo la situación que se le planteaba.
--¿El caso no pertenecía al juez Quintanilla?
--Quintanilla no es juez instructor.
A Manuel le sorprendió la pregunta de Eva. Ella ya conocía de sobras ese hecho. Era obvio lo que ocurría, sin embargo nunca había manifestado de forma visible su aversión a tenerse que enfrentar con su padre. Porque eso era lo que suponía la intrusión de un juez instructor en el caso: un continuo enfrentamiento con él. Pero Eva, a pesar de su juventud, nunca había sido una pieza débil. Más bien eran los jueces los que temían enfrentarse a la Conti. No en vano la denominaban el “demonio de Tasmania”. Bueno, el mote también era debido a que la pequeña morgue del departamento era conocida como “La Tasma”, lo que no implicaba que no temieran a la doctora. Pero todo esto que estaba resultando tan obvio para alguien tan femeninamente observador como Manuel, no lo era para la masculinamente distraída Cristina.
--No, el juez instructor es tu padre –la ingeniero puntualizó el tu padre como si se tratara de Dark Vader diciéndoselo a Luck Skywalker--. Yo soy tu padre –insistió, pero nadie apreció su alusión cinematográfica--.
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El agente Lapiedra estaba hasta las narices de todo. Llevaba tres semanas en la brigada y ya estaba a punto de pedir el traslado a otra parte. Desde que llegó le había tocado bailar con la más fea y en ese momento esa era el inspector Parralo. Era la sexta vez que le dejaba solo en el coche en cuatro horas de vigilancia, pero lo prefería. Ya era bastante tener que aguantar su continuado mal humor. Esta vez la salida de la fiera enjaulada coincidió con la llamada que cada dos horas debían hacer para informar a la central. Y la hizo solo.
--Don Eduardo, quiero que me cambie el compañero. No hay quien aguarte al inspector con su manía por el tabaco.
--Te entiendo perfectamente, pero no eres el primero que manifiesta su deseo de cambiar. De hecho eres el último y ya no me queda a nadie para ponerle al lado –dicho esto hubo una pausa al otro lado de la línea antes de que el jefe preguntara—. Por cierto, ¿dónde para Javi?
--Ha vuelto a salir a fumar –contesto el agente con desánimo--.
--¿Te he entendido bien? ¿Dices que ha salido a fumar?
La sorpresa del jefe Gómez sorprendió a Luís Lapiedra, por lo que afirmo con un dubitativo monosílabo.
--¿Sabes lo que estás diciendo? –Insistió el jefe Eduardo Gómez--.
--¿Por qué se sorprende tanto?
--¿Cómo has logrado que salga a fumar fuera?
--Bueno, la verdad es que el primer cigarrillo se lo fumó dentro del coche, pero cuando encendió el segundo, casi a continuación, no aguanté más y le pedí que lo apagara.
--¿Y te hizo caso? –Gómez insistía en su tono de incredulidad, lo que mosqueaba mucho al joven agente--.
--La verdad es que no lo hizo de buen grado, pero tuve que insistir y explicarle la prohibición existente sobre eso de fumar en recintos cerrados y lugares de trabajo.
--¿Y ya está?
--No, tuve que coger la libreta de informes y el bolígrafo.
--¡Ole tus güebos, chaval! –Gritó entusiasmado el jefe Gómez --. Es la primera vez que un compañero le obliga a dejar de atufarle con sus asquerosos cigarrillos negros.
--¡Ya vale! Ha amenazado con partirme la cara y me da miedo –Gritó Lapiedra más enfadado que asustado--.
--No te preocupes, chaval, yo te apoyo. Y no dudo que cuando lo sepan en jefatura no habrá agente ni inspector que no se ponga de tu parte.
--Me parece perfecto –insistió Luís—pero en este momento yo soy el único que saca fotos a todos los perritos y sus dueños que pasan por la zona y, entre tanto, el inspector por ahí fumando a su bola.
--Todo a su tiempo, chaval. Todo a su tiempo. Corto y fuera.
Aquello era un teléfono y no una radio, pero el jefe era de la vieja guardia. En cuanto al agente Lapiedra, cerró el teléfono con cierta violencia mientras soltó un contundente taco que escucharon los transeúntes de los alrededores. Entre estos resultó estar el inspector.
--¿Qué? ¿Algún problema? –Dijo el inspector metiendo la cabeza por la ventanilla y dejando entrar en el interior del vehículo algo del humo residual del cigarrillo recién apagado--.
Lapiedra se sobresaltó algo, pero en lugar de contestar se limitó a lanzar una mirada suficientemente furiosa al inspector como para que este no se atreviese a continuar con la sonrisa irónica que pretendía. A continuación Parralo entró en el vehículo sin demostrarle temor a aquel jovencito. De este modo el agente tampoco podría percibir que el inspector estaba contento de ver que su compañero los tenía bien puestos.

Imagen publicada por “rominaruta” en www.fotolog.com

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