sábado, 21 de febrero de 2009

Diego


La vida no fue nunca un camino de rosas, pero él aún se cuidó más de adornarlo de espinas. Diego parecía inteligente y era simpático, además las chicas decían que era guapo y aparentaba tener lo que se ha de tener para triunfar en la vida. Todo eso fue antes de que la vida lo conociera a él, porque desde ese día pareció que esta se le reía.

Cuando terminamos tercero de BUP, yo apenas logré aprobarlo por los pelos y él se quejaba porque gimnasia rompía su cadena de sobresalientes. Diego ya preparaba su siguiente asalto: los premios nacionales de bachillerato, pero antes, aquel verano, se macharía todo el mes de julio, con su hermano, a San Antonio en Ibiza.

Y el Diego que yo conocía ya nunca volvió. La isla mediterránea le trajo el amor. El ir y venir de cartas a Suiza, casi a diario, fue el comienzo del siguiente curso. En el país de las montañas vivía su amor, su corazón y, como se vería en la primera evaluación, su cabeza. Diego ya tenía decidido pasar la Navidad rodeado de nieve y por eso había buscado un trabajo a tiempo parcial que le permitiera pagarse aquel viaje. En otro momento, el descenso en la escala a simples notables hubiese sido una tragedia para él, pero en aquel momento se daba por satisfecho. Aún así, todos sus amigos y compañeros estábamos convencidos de que después de Reyes regresaría un Diego más centrado y así lo creímos… al principio.

Durante el mes de febrero desapareció varias semanas. En su casa no quisieron decirme nada y cuando regresó era el ser más triste y taciturno que había visto jamás. Aquel trimestre decoró sus notas con varios suspensos y la Semana Santa no le sirvió para recuperarse.

Un día, saltándonos juntos la clase de religión, cosa que desde siempre, en primavera, había sido una tradición, fuimos a hablar a un parque próximo. Me sorprendió sacando un paquete de Marlboro.

--¿Quieres? –Me ofreció--.

Yo negué con la cabeza, pero, antes de que me diera cuenta, estaba quemando algo con el mechero sobre su mano ahuecada. Abrió un cigarrillo con notable maestría, añadió aquella cosa ya negruzca y pegó un papel de fumar por encima con sobresaliente habilidad. Luego arrancó el filtro y apretó las puntas con una ligera torsión del papel. Finalmente, ante mi alucinada mirada, lo encendió. Y fumó frente a mi silencio empezando con una profunda calada que inundó mi nariz con un olor espeso y ligeramente picante. A continuación, ofreciéndomelo, me dijo:

--A esto no te puedes negar.

--Pues te equivocas. A mí nadie me dice a qué puedo o no puedo negarme.

El se rió, pero yo me sentía realmente furioso, más por el hecho de comprender que el viejo Diego ya no estaba que por la provocación. Siempre me había sentido orgulloso de ser amigo del tío más listo de la clase, tal vez por eso me molestaba tanto que aquel monstruo hubiese ocupado su lugar.

Que yo tuviera que repetir COU era algo que, a priori, nadie hubiera podido descartar, que lo hiciera Diego, unos meses antes nadie lo hubiera creído, pero el desarrollo de aquel curso hizo que el profesorado sólo se sorprendiera de mi fracaso. Como le diría mi tutor a mis padres: “su hijo ha sido bastante irregular, pero ha mostrado brillos fugaces que en un centro menos exigente le hubieran permitido aprobar, no obstante, algún día se alegrará de repetir este curso”. Aquellas palabras casi hacían bonito el hecho de repetir, pero a mis padres, que estaban un poco hasta las narices de que no doblara el lomo, no les sonaron tan bien. El fracaso de Diego fue más rotundo, algo así como un olvido desolado en el desierto.

Aquel verano que malgastamos, al menos yo, para fracasar, no nos vimos ni una sola vez. Pero tras el desastre llegó un renacimiento. Diego volvió a aprobar, pero nunca más fue el “brillante Diego”. Yo seguí en mis originales altibajos, una escala más arriba, como dirían los músicos, pero alimentando, aún, las apuestas y ganándome un lugar entre los mitos del Instituto.

Ni que decir tiene que en esos tiempos, nuestra amistad se había enfriado mucho. Yo añoraba al viejo Diego y él, quizá, a una muchacha suiza rubia y de ojos azules.

Aquel mes de junio saqué una magnífica nota de selectividad, pero en lugar de buscar carreras acordes con aquel registro, como medicina o arquitectura, seguí con mi obsesión de siempre: Ciencias Químicas. El día de matriculación me acompañó Gloria, mi novia de aquel entonces. Había dos colas que entraban en las oficinas de la facultad.

--¿Seguro que esta es tu cola? –Me pregunto ella en tono de preocupación--.

--¡Sí! ¿Por qué lo dices? –Contesté con el tono más tranquilizador que encontré entre mis cuerdas vocales--.

--Los de la otra cola parecen personas normales, pero los de la tuya todos tienen cara de majaretas.

--¿Qué dices? –Le pregunté riendo--.

Pero Gloria hablaba muy en serio.

--Fíjate en aquel que está a punto de entrar. Está completamente tronado. ¡Seguro!

Cuando miré me quedé totalmente sorprendido. Ya entraba y su cara podía pasar por la de un perfecto orate, pero además era… Era Diego. Se estaba matriculando en química y a pesar de saber que toda mi vida había sido esa mi intención, no me había dicho nada. Gloria no lo había podido reconocer porque sólo hacía nueve meses que salíamos juntos y, para entonces, ya no éramos el par de amigos que un día fuimos, así que apenas lo había visto un par de veces y ni tan siquiera lo había presentado.

Nuevamente coincidíamos y, aquel año, aún conocí a otro Diego enormemente divertido… demasiado divertido. Para empezar, aquel era un año de cambios en la Universidad. Socialistas, independentistas y fachas peleaban para hacerse con todos los cargos de delegados en todas las facultades ya que, al parecer, iban a tener una cierta trascendencia política. Nosotros, como la mayoría de estudiantes éramos ajenos a aquella guerra, como alumnos de primero teníamos otras cosas de las que preocuparnos. Al parecer mi amigo no, porque, a pesar de la parafernalia que habían montado los tres grupos de poder para hacerse con el dominio de nuestro curso, en un santiamén Diego se hizo con las voluntades de la mayoría y, sin yo saberlo, me convirtió en candidato y ganador del cargo de delegado. Los socialistas consiguieron el cargo de subdelegado para su candidato. A pesar de las aventuras y desventuras que aquel hecho me reportó, no voy a ahondar en ello porque lo importante es conocer hasta dónde era capaz de llegar este nuevo Diego.

Las tardes en los laboratorios de prácticas eran geniales, volcando el agua sobre el ácido sulfúrico, sobrecargando de picratos plúmbicos vainas de estaño y poniéndolas al fuego para que dispararan auténtica metralla, provocando ebulliciones repentinas en líquidos coloreados, generando emanaciones de gases tóxicos fuera de las vitrinas… la cuestión era terminar haciendo evacuar el laboratorio antes del fin de la hora de prácticas.

Aquel fue un año muy divertido, tanto entre clase y clase como durante las mismas. Pero yo tenía que trabajar los fines de semana para poder pagarme los estudios (concesión que tuve que hacer a mis padres para seguir estudiando después de pasadas debacles) y perder otro año podía ser una catástrofe personal. Además, más allá de la diversión, Diego seguía tan plano como en la época anterior, aquella no era la vieja amistad en que nos contábamos todo y nos ayudábamos siempre (sobre todo él a mí).

Cuando se acercaban los parciales de febrero decidí romper con aquella inercia, aunque supusiera dejar de lado a mi viejo amigo, y fue entonces cuando Diego se decidió a hablar. Su historia no fue tan espectacular como había llegado a imaginar. En resumidas cuentas era el chico conoce chica, se enamora y se divierten. Después chico va a visitar, por Navidad a chica y la encuentra liada con otro. El chico se va de putas, se lía unos canutos y decide que ya está harto de ser un buen chico mientras son otros los que se divierten. Punto y final.

Punto y final no. Aquel era Diego y no un chico como los demás. Era mi amigo y su vida había cambiado; había roto con el mundo ordenado que habían construido para él desde su más tierna infancia y ahora era incapaz de encontrarse a sí mismo. Detrás de sus gafas de montura metálica (antes de pasta) sus ojos suplicaban ayuda aunque su risa se contagiara. Así que me propuse hacer que los libros también formaran parte de nuestra amistad. No pensé que él contaba con más tiempo que yo. Aquel junio lo aprobó todo. Yo aún tuve que repetir un año más. Pero la vida le fue bien.

Ayer le vi. Tiene dos chavales rubios como su madre… suiza.

La vida da muchas vueltas y no quise preguntarle. Por cierto, es candidato al parlamento en las próximas elecciones, pero no pienso votarle.

1 comentario:

Venerdi dijo...

Lo leí en tusrelatos. Una forma extraña de volverte a encontrar allí. Se me antoja como a muchos qeu te pusieron comentarios muy real. No sé, a mi se me hizo bastante dura por distintas experiencias. Muy bien escrito, como siempre jeje.