Imagen de un Caballero Hospitalario tomada de la web www.los-templarios.com.ar
Vine a Tierra Santa siguiendo a mi rey. Nuestro
deber era proteger el viaje de los peregrinos hasta Jerusalén. Nobles ideales
fueron el motor de aquella campaña. Tan sólo pequeñas escaramuzas vi y, ni por
un solo instante, tuve dudas sobre el valor de las Cruzadas. Todo empezó a
cambiar cuando mi amo y señor tuvo que volver por causas relacionadas con su
regencia. Yo decidí seguir con aquella noble labor y me hice servidor de la
orden hospitalaria, quedando varado en la ciudad de Accra. Ignoraba que la
verdad estaba a punto de abrirse como un melón ante mis ojos.
Mogdelor era el jefe de mi unidad. Un teutón
malcarado y mal hablado que pasaba la mitad del tiempo en su celda haciendo
penitencia. Una mañana se asumió la misión de tomar el oasis de Al-Zinnara.
Cuando lo alcanzamos con la vista, un pequeño número de beduinos bebían de sus
aguas, pero al oler nuestra presencia se internaron en el desierto con sus
camellos de una sola joroba. La misión era proteger el agua para que una
caravana de creyentes pudiera hacer noche en el lugar sin peligro, pero
Mogdelor se empeñó en seguir a aquellos pobres desgraciados.
Nunca antes había dudado de las aptitudes de nuestro
líder, pero él afirmaba que aquellas alimañas eran algo más de lo que parecían
y no se equivocó. Cuando los alcanzamos estaban en un poblado de ladrones del
desierto. Arrasamos su guarida con gran rapidez y ferocidad y no dejamos
hombre, mujer o niño con vida. Quemamos su campamento y nos llevamos todas sus
pertenencias cargadas en sus propios camellos. Fue un acto repugnante… ¿Dónde
estaba Dios en aquel momento? Pero, sobre todo, ¿dónde estaba Dios cuando
regresamos a Al-Zinnara y encontramos a todos los peregrinos muertos?
Al parecer, mientras nosotros repartíamos nuestra
justicia divina, una avanzadilla de Suleiman se había aventurado en la ruta de
Tierra Santa y, al encontrar la caravana de peregrinos, hizo un magno
escarmiento.
Mucho ha llovido desde aquel día, incluso aquí, a
orillas del desierto, pero os puedo asegurar que, aun estando tan cerca de
la patria de Jesús, no he visto a Dios por ningún sitio. El Abad cree que
debería volver a mi país, que he perdido mi fe, pero sé que no es ese el
problema. Lo que sucede es que he visto y derramado demasiada sangre y conozco
su secreto. Las Cruzadas son un enorme campo de batalla en el nombre de Dios y
de Alá, pero en cada enfrentamiento, buenos y malos hombres, sufren y mueren
bajo el filo de la espada y Dios, en lugar de venir a parar esto, se mantiene
al margen y demasiado lejos para escuchar a sus hijos.
Ayer di con la cueva de un anacoreta que no quería
hablarme. Tiempo atrás fue un caballero del rey inglés. Escupió sobre mi
hospitalaria vestimenta culpándome de los desastres de la Tierra. Luego me
contó sus heroicas desdichas y comprendí que Dios nos ha abandonado porque su
hijo se hizo víctima para salvarnos y nosotros seguimos matándolo una y otra
vez con nuestras manos manchadas de sangre. Pronto vi que era un hombre sabio y
por eso le pedí que fuera mi maestro y, no sin resistencia, accedió. Hoy
hablaré con el abad y dejaré de ser un hermano hospitalario para aprender de un
hombre de paz, tal vez así logre recobrar todo lo que perdí.