Fotografía tomada del blog http://sonandolarevolucion.wordpress.com y que sirve para recuperar un relato esencial y con fundamento en base a las noticias que corren de nuevo.
Rezo sin Dios en
una cuneta.
Ramiro trabajaba reparando carreteras para la Generalitat de Catalunya en
tiempos de la Segunda República. Periódicamente, y desde mucho tiempo antes de
la misma República, en las cunetas aparecían cadáveres acribillados a balazos
por los pistoleros, primero de los patronos y, luego, de los falangistas. También,
de tanto en tanto, aparecía degollado uno de aquellos pistoleros. Poco
importaban las creencias de aquellas personas en vida, una vez traspasado el
umbral del ser o no ser, todos resultaban iguales, sólo cambiaba el modo de
morir y el cadáver que dejaban. Pero Ramiro, para su desgracia, había aprendido
a diferenciarlos por otros detalles como la ropa. Mientras los que morían a
balazos solían llevar ropas de humilde trabajador y las manos llenas de callos,
los que morían degollados acostumbraban a llevar trajes hechos a medida y sus
manos delataban que su único oficio era apretar el gatillo; eran sicarios,
asesinos a sueldo que, dada la gran diferencia de tanteos, se les debía
reconocer una gran eficacia.
Ramiro era un hombre pacífico y sensible al que la aparición de tanta víctima
le había convertido en un manojo de nervios alterando toda su fisiología. Por
eso, desde la victoria de las derechas en 1933, en el llamado bienio negro, sus
achaques se habían multiplicado con el aumento de cadáveres en las cunetas.
Pero fue a partir de la victoria del Frente Popular cuando realmente se sintió
morir. Los ajustes de cuentas, por parte de los falangistas, se habían vuelto
multitudinarios y casi diarios. Siempre, eso sí, bajo el telón de la noche,
pero poco importaba pues siempre agriaban su desayuno cuando, al alba, él
empezaba a trabajar y los encontraba. Sus manos ya no paraban de temblar en
todo el día, parecían dos flanes en un tren. Tampoco lograba conciliar el sueño
por las noches, ni comer poco más de unos bocados. En pocos meses pasó de su
aspecto robusto al de un sombrío esqueleto andante que se asomaba más a la
tumba que a la vida.
Un buen día, a principios de julio, llamaron a la puerta, dos hombres trajeados
le reclamaban. Tan pronto se asomó al umbral lo agarraron y lo arrastraron al
interior de un coche. Era pleno día y todo el vecindario fue testigo, pero
aunque hubiese sido de madrugada lo habrían visto ya que, los coches y su
sonido, no eran una cosa habitual en el barrio por aquel entonces. De cualquier
forma, tampoco hubieran podido hacer nada por él. Dentro del vehículo, donde lo
esperaban el conductor y otro hombre trajeado, lo terminaron de ablandar con
algunos golpes. Aparcaron detrás de la iglesia y lo metieron en la casa
parroquial.
--¿Es este, padre?
--Nunca vino a misa y su mujer reconoció que es un descreído de la fe
verdadera.
Varios golpes, unas cuerdas, una mordaza y un estado de inconsciencia después,
lo llevaron a despertarse en el cajón de un camión en marcha y acompañado por
otros cinco desgraciados en sus mismas circunstancias. Por detrás, entre las
lonas del camión, se vislumbraba un coche sin luces circulando, con ellos, por
una carretera solitaria. No tardaron en parar y hacerles bajar. Ahora el coche
si encendió las luces para iluminar a las seis futuras víctimas de aquella
fatídica cuneta.
Ramiro no creía en Dios, nunca le había dado muestras de su existencia y, en
aquel momento, menos que ningún otro. Sin embargo, sus captores y futuros
verdugos les “invitaron” a que rezaran su última oración y Ramiro rezó con la
fe que nunca tuvo.
Dios que no existes, que no estás en ninguna parte y por tanto no eres culpable
de la maldad humana, yo te perdono.
Huérfanos de concepción y hasta de conceptos están los que se llaman tus hijos;
tanto que sólo han aprendido a odiar y a despreciar a los que no piensan como
ellos. Ellos me van a matar porque no les gusta mi verdad y el hombre que se
llama santo y responde de ti en la Tierra, ha puesto en mí su dedo acusador y,
cual Judas traidor, me ha encaminado a esta muerte injusta.
A ti, Dios inexistente, como buen ateo, te pido me des la libertad y la
venganza para salvar a mis hijos y a los hijos de mis hijos.
Sólo una cosa mala he hecho en mi vida y ha sido no dejarme llevar por la ira.
Pero si ahora, Dios de la mentira, me perdonas, juro por la vida que estoy a
punto de perder, que nunca más perdonaré al creyente cruel.
Amen.
Los pistoleros terminaban de revisar sus armas y se acercaban al primero de la
fila cuando, primero ruidos de pasos en la oscuridad y luego gritos, cambiaron
todo el panorama. Minutos después, seis pistoleros yacían en la cuneta con una
sanguinolenta sonrisa de oreja a oreja por debajo de sus barbillas.
Ramiro se llevó el coche y lo abandonó a la puerta de la casa parroquial en una
declaración de guerra… ahora el padre “sabandija” ya estaba sobre aviso.
Poco más de una semana después, se produjo el alzamiento nacional. Tras unas
semanas de tanteos entre las sociedades civil y militar, se establecieron las
zonas de influencia gubernamentales o rebeldes. Fueron días de gran
incertidumbre durante los que allí se detuvieron a cuantos sublevacionistas se
pudo y, tras juicios marciales y rápidos, condenados, en su mayoría, a muerte.
Pero de los pistoleros nunca más se supo. Unos huyeron, otros, lejos de su
“domicilio laboral”, cambiaron de uniforme y se transformaron en sicarios de
otros amos. Poco les importaba si ahora mataban para los comunistas, los
anarquistas o los “judaístas”, lo importante era seguir matando con total impunidad.
Sobre el mes de noviembre, innumerables cargos de traición seguían siendo
presentados en los diferentes tribunales que se habían establecido en la España
republicana, pero, a pesar de las acciones descontroladas de algunos
corpúsculos de milicianos, todo volvía a estar bajo control. Fueron aquellos
los días en que se acusó de traición a innumerable cantidad de párrocos. La
mayoría de las veces no era más que revanchismo barato, pero no en el caso del
padre “sabandija”. Ramiro consiguió formar parte del grupo de policías
populares que debía proceder a su detención. Llevarlo ante los tribunales era
un placer que no quería perderse. Sin embargo, las cosas no sucedieron como
cabía esperar. Cuando los altaneros policías se acercaron a la iglesia una
cortina de balas procedente de la torre del campanario les detuvo. Alguno fue
herido, pero una niña de nueve años, que jugaba en los alrededores, murió de un
certero tiro en la cabeza. Cuando Ramiro vio caer a la inocente víctima la
rabia le invadió como nunca había hecho y gritó con la fuerza furibunda de una
estampida de búfalos. En el grito… en la furia… Ramiro salió de su escondite y
corrió, fuera de sí, hacia el edificio sagrado. Las puertas interiores estaban
cerradas, pero dos disparos rápidos de su revolver las convirtieron en un
obstáculo muy breve. Su garganta prosiguió en el esforzado e interminable grito
mientras subía las escaleras. Sólo dejó de gritar para sacar las imposibles
fuerzas que necesito para reventar la trampilla bloqueada que daba acceso al
campanario. Allí, veloz como la más veloz de las venganzas divinas, descerrajo,
en la cara del padre “sabandija”, los tres tiros que le quedaban en el tambor.
Hecho esto, Ramiro cayó sentado contra la pared. Estaba agotado, pero su
cansancio era más psíquico que físico. Había vencido, pero seguía sin encontrar
la paz. Aquella noche lloraría por toda una vida de sufrimientos, los pasados y
los futuros. Demasiado tiempo y demasiada violencia.
Cuando sus compañeros llegaron hasta el cuerpo del cura, este aún sufría
convulsiones, pero se le podía dar por muerto. La sorpresa llegó cuando
registraron la iglesia y apareció un inmenso arsenal con escopetas, pistolas,
balas e, incluso, bombas de mano. Nunca se demostró cual era el fin de aquel
arsenal ni su origen, pero no era muy difícil imaginarlo.
Ramiro, por su edad, no formó parte de las milicias en el frente, sin embargo,
intervino en la exigua protección de los refugiados que atravesaban la frontera
hacia Francia. Allí fue herido y pasó al país galo desde donde recibió la
noticia del fin de la contienda, lejos de su familia. Tardó mucho en saber de
ellos y cuando recibió noticias, en forma de una carta que le hizo llegar la
cruz roja al campo de refugiados, supo que no podía volver a España.
Tras la guerra civil llegó la guerra mundial y allí trabajo de informador para
la resistencia en la Francia Libre. Su pista se pierde unos años hasta que
establece su residencia en Bayonne a finales de los cuarenta. En esas fechas se
le detectó formando parte de una célula de maquis, que operaba en Navarra y el
País Vasco, porque intentó ponerse en contacto con su familia. Por culpa de
aquello casi fue detenido y su mujer (antes católica practicante y creyente y
ahora católica por obligación) fue humillada por las brujas de la sección
femenina que la abofetearon en público, la afeitaron al cero y le hicieron
beber aceite de ricino. Sólo la intervención del nuevo párroco, muy diferente
de aquel padre “sabandija”, pudo evitar en las personas de María y sus hijos,
cosas peores. El padre Damián era una buena persona que ayudaba con comida a su
familia, “ojalá lo hubiera conocido Ramiro” se decía siempre María.
Después de aquello, marido y mujer, comprendieron que, uno para el otro, debían
estar muertos ya que su afán por estar juntos sólo podía traerles desgracias.
La mujer lo comprendió cuando le trajeron la vieja cartera de Ramiro con una
foto de una bellísima María antes de la guerra. La llevaba encima un maqui
muerto, según le dijeron, pero nunca vio aquel cadáver. Otras y desconocidas
eran las razones por las que María sabía que su marido seguía vivo, pero aceptó
aquel ofrecimiento para legalizar su viudedad intuyendo, sin equivocarse, que
aquella era la voluntad de Ramiro. Gracias a su nuevo estado civil pudo
mantener alejados de su vida y de la de sus hijos, a muchos buitres
indeseables.
A finales de los años cincuenta, el fenómeno maqui estaba casi totalmente
erradicado. Ramiro tenía una vida sosegada y disfrutaba de la nacionalidad
francesa, estaba nuevamente casado y tenía otro hijo. La nueva vida incluía un
buen trabajo, una buena casa y una vida acomodada que en nada se parecía a la
de su vieja España. Sin embargo, sus ojos aún se llenaban de lágrimas cuando
recordaba. Pero siempre terminaba por decirse que “la vida sigue” y, apretando
bien fuerte los dientes, entregaba lo mejor de sí mismo.
Un buen día, cuando creía muy lejano su pasado ligado a las armas, le vino a
visitar Aitor, hermano de aquel maqui muerto al que él le dejó su cartera.
Recordaron viejos tiempos bebiendo xacolí en el porche, pero cuando Marie, su
nueva esposa, atravesó el umbral para hacer la cena, Aitor descubrió sus
cartas.
--Ramiro, vengo a recordarte que me debes una.
--Ya sabes que siempre puedes contar conmigo para lo que necesites.
--No se trata de eso.
--¿Entonces?
Aitor se tomó su tiempo mirando el vaso a la par que le daba vueltas entre sus
nerviosos dedos. Ramiro se sintió alarmado ante la gravedad de aquella pausa.
--Vamos a volver.
Ramiro no sabía si reírse, pero los ojos de Aitor le decían que no hablaba en
broma. Optó por callar y escuchar.
--Sé que piensas que el “maquis” está acabado y tienes razón. Pero ahora no
vamos a hacer guerrillas, vamos a atentar en plena ciudad contra cargos
franquistas y luego desaparecer como fantasmas. Tenemos los medios y el dinero.
--¿Quieres decir cometer asesinatos?
--¿Crees que cuando eras un guerrillero maqui era diferente?
--¡Claro! Estábamos en guerra…
--La guerra hace tiempo que acabó y la perdimos –cortó Aitor sin compasión--.
--Pero nunca matamos a sangre fría.
--¿No?
--Casi nunca.
--Mi sangre sigue muy caliente. Pero la tuya parece que se ha vuelto de hielo.
--¿Has venido a insultarme en mi casa?
--He venido a recordarte que me debes una.
--Te la debo a ti, no a tus creencias.
--¿No eras ateo? –Se burló--.
--Soy creyente en mi “no Dios” y que un día escuchó mis plegarias. El Dios de
los ateos.
--Te espero…
--Pues espérame sentado. A ti y a tu familia os debo una y siempre me tendréis
cuando sea necesario. Más allá de una, dos y cienmil. Pero no pisotearé mis
principios.
--Tú te lo pierdes… --dijo con ira--.
Y Aitor se marchó a la francesa. Cuando Marie salió preguntó por él a su marido
y este le contestó que se lo había llevado el viento.
Aitor formó parte del que fue el embrión de ETA, pero murió, abatido por la
policía, mucho antes de que aquello tuviera otro significado. Aquellos primeros
terroristas sólo apuntaban sus armas contra probados miembros de la estructura
del régimen fascista, nunca cometían el “error” de generar víctimas colaterales,
pero para ello se tenían que exponer en exceso y dentro de un estado policial,
como el franquista, tenían la guerra perdida. Después vinieron otros a los que
nada les importó más allá de su culo y las víctimas inocentes se mezclaron con
los objetivos, pero hoy ya nadie se acuerda de la niña que murió en el atentado
a Carrero Blanco.
Ramiro tampoco volvió nunca a pisar España. En 1972 se lo llevó un derrame
cerebral y sus restos mortales fueron incinerados y llevados, como era su
deseo, hasta el Mediterráneo, frente a su añorada ciudad de Barcelona.
¿Por qué sale a la luz ahora esta historia escondida?
Porque el padre “sabandija”, en los últimos días, ha iniciado, junto a otros
muchos católicos muertos en la guerra civil, su camino hacia la santidad. La
Conferencia Episcopal Española ha decido otorgarle la luz a su memoria por las
“grandísimas” obras que llevó a cabo en vida y por su muerte como mártir de la
fe.
Creo que me gusta más el “no Dios” de Ramiro, que otorga la vida, antes que ese
Dios romano que santifica la muerte.
Ramiro perdió su atea santidad rezando al “no Dios” en una cuneta. El padre
“sabandija” la ganó, desde el tejado de su iglesia, matando a una pobre niña.